Ha
muerto Amadeo. Y no nos lo creemos. Nadie da crédito a la noticia, a la triste
y desgraciada desaparición de Amadeo Laborda. Nadie. Ni los más íntimos ni los
que si quiera lo conocieron de lejos, de soslayo o muy frugalmente. Ha muerto
el amigo, el compañero, el padre, el hijo, el hermano. Y no nos lo creemos. No
queremos. Pero la verdad es terca como una piedra insensible; como el agua,
como el viento, como la tierra rolla de Pedralba. Ahora el viento
corretea perdido y ensimismado por entre las crestas de la Torreta, allá en la
cima de la montaña, oteando la sombra insoslayable e impertérrita del hombre, de
Amadeo. Porque aún te vemos por las calles de Pedralba, Amadeo; en invierno,
con tus andares mozos, con tu deambular errante e inconfundible. En la herrería
del tío Cuevas; en casa de tu tío abuelo, en la calle Bugarra, la casa que tú
reformarías con entusiasmo y empeño unos pocos años más tarde. Te vemos en las
fiestas del pueblo, en las verbenas de todos los veranos que se organizaban en
las escuelas viejas, engalanadas con las banderas multicolores de las
nacionalidades de una Europa que entonces se nos antojaba ajena y lejana. Qué
pena tener que escribir estas líneas. Que tristeza más grande; tan profunda
como los surcos irregulares que cavabas para hacer caballones en la tierra. La
tierra que a partir de ahora –qué pena más grande– te dará cobijo, un abrigo
extraño y hostil como el frío. Y, sin embargo, aún te ilumina una lumbre.
Todavía te alivia el calor de los tuyos, en tu recuerdo, en nuestra memoria.
Una memoria que jamás, jamás, te olvidará. Nunca te olvidaremos, Amadeo. Porque
entre nosotros hubo –¡hay!– un hilo que nos une con fuerza. Más aún, una maroma
que nos arrastra hacia ti, como una sangre voraz que todo lo engulle, como la
corriente de un río que nos acerca a ti y nos hace por siempre
inseparables.
Llegaste
el último y te fuiste el primero. Qué pena más grande. El día que viniste
andábamos enredados en los últimos estertores de la infancia y tú nos rescataste
del hoyo para lanzarnos al meollo de la vida de un solo soplo. Y allí nos
pusiste, patas arriba en favor del mundo, cuesta abajo hacia la vida. La juventud
en su máxima esplendor. Era bello el momento, y la caricia. Y descubrimos cómo
era en verdad el pueblo de Pedralba, la buena gente del pueblo. Un pueblo a la
orilla de un río en el que nos escabuzeábamos sin miedo, como si fuera
eterna la vida, como si el tiempo no fuera tiempo sino una sucesión de escenas olvidadas
sin fin, sin tempo y sin deslices. Fuiste bueno. Un buen hombre. Un
amigo fiel. Sin malas artes y sin desmanes. Nunca te oímos una palabra más alta
que la otra. Nunca. A lo sumo, un leve murmullo, una queja insignificante, que
se acallaba en un abrir y cerrar de ojos; que se desvanecía en pro de la
concordia, a beneficio de inventario de la mayoría. Jamás te vimos enfadado o
molesto. Eras discreto y contemporizador. La bonhomía era tu única estrategia
ante la controversia. Te hacías entender. Tenías tus razones. Eras locuaz como
nadie. Y nadie te ganaba en la palabra. En la palabra noble y sincera; cabal,
como dirían en Pedralba, el pueblo de tu madre. Vuestro pueblo y el nuestro,
incluso el de los forastericos como nosotros. Nos queda tu palabra,
Amadeo. Tu palabra escrita, pero sobre todo tu palabra viva, amable e
ingeniosa. Eras inteligente y ocurrente. Ilusionante hasta la saciedad
maravillosa de la fantasía. Así se construye el mundo. Así se hace la vida,
como los panes y los bufones de la panificadora en la calle Rocheta de
Pedralba. Queda tu memoria. La memoria de tu nombre. Tu ausencia dolorosa. Tu
evocación de alambre sobre el que se posarán cada día los pajaricos cautivos del
pueblo. Tu vocación de escritor haciéndose eco entre los hilos telefónicos,
donde las golondrinas del otoño y las lechuzas nocturnas; los renglones
torcidos donde vertiste con gracia infinita tus versos de antaño, tus bellas
historias. Ha muerto Amadeo y no nos lo creemos. Y nos sentimos extraños sin
él, más pobres sin ti: tan huecos y vulnerables y enclenques y solos y
estúpidos y pequeños e inútiles como los huecos abiertos de los troncos falsos
de las garroferas. Ha muerto el amigo. Ha muerto el padre y el hijo. Ha
muerto el hermano. Gracias por todo, Amadeo.
Juli
Capilla,
editor i, sobretot, amic d’Amadeo Laborda